lunes, 23 de marzo de 2020

LECTURA "DON QUIJOTE DE LA MANCHA"


 Adaptación de "don quijote de la mancha" escrita por carlos cuadrado gómez (Leganés, 2016).

Chicos y chicas, disfrutemos de esta lectura. ¡ánimo! 




 * Realiza los siguientes ejercicios (esta tarea te llevará varios días, no te preocupes, no hay prisa) para cada uno de los siguientes capítulos:


1)  Haz un resumen donde aparezcan solo las cosas más imporantes. Recueda que debe ser con tus propias palabras y no copiando fragmentos de texto, ¿ok?

2) Inventa tres preguntas con sentido y coherencia sobre lo leído en cada capítulo y cuyas respuestas estén en la lectura.

3) ¿Qué opinas acerca de lo que has leído? Explícate y expláyate con tus palabras.

4) Realiza un listado de 15 verbos, 15 sustantivos y 15 adjetivos que encuentres en la lectura. ¡Ánimo!

5) Para terminar, selecciona las 10 oraciones que tú quieras y analízalas sintácticamente (sujeto y predicado) y morfológicamente (verbo, sustantivo, adjetivo)  

6) ¿Qué relaciones encuentras entre lo que has leído y las cosas que has dado, compartido y escuchado en las de sociales y naturales? ¿Crees posible relacionar algunos detalles?






CAPÍTULO PRIMERO
Que trata de la condición y ejercicio del famoso
hidalgo Don Quijote de la Mancha

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».
El hidalgo, que se llamaba Alonso Quijano el Bueno —lo de bueno se lo habían puesto sus vecinos—, estaba soltero y vivía con una sobrina, que tenía unos diecinueve años, y con un ama, de más de cuarenta años. Trabajaba para él un mozo, que valía para cualquier tarea de campo: lo mismo segaba el trigo que cuidaba de los animales.
Alonso Quijano tenía unos cincuenta años. Era delgado y con la cara muy chupada. Le gustaba madrugar y cazar por los campos de su pueblo, cuyo nombre no sabemos ni nunca sabremos.
Alonso Quijano tenía mucho tiempo libre y era un gran lector. Le encantaban los libros de caballerías. Tanto le gustaba leer que se olvidó de ir a cazar y de administrar su hacienda. Y no sólo eso, vendió muchas tierras para comprar más libros y aumentar su biblioteca. Piensa, querido lector, que en aquella época los libros eran muy caros y estaban al alcance de muy pocos.
Había libros de caballerías de todos los gustos y colores, y algunos muy malos. A nuestro hidalgo le gustaba mucho un autor llamado Feliciano de Silva, del cual se aprendió de memoria este párrafo, que repetía el voz alta por los pasillos de la casa:




La razón de la sin razón que a mi razón se hace,
de tal manera mi razón enflaquece
 que con razón me quejo de la vuestra fermosura.

¿Qué quería decir don Feliciano con estas palabras? Alonso Quijano no llegaba a comprenderlo por más vueltas que le daba y, sinceramente, yo tampoco sé lo que quiere decir. Alonso Quijano tenía tres libros entre sus favoritos: El Amadís de Gaula, Tirante el Blanco y El caballero Zifar. Además de leer le encantaba hablar de libros con sus amigos: el cura del pueblo y el barbero —el peluquero, para que me entiendas—, que se llamaba Nicolás. A veces discutían en serio y casi se enfadaban.
Dice Cervantes que Alonso Quijano se enfrascó tanto en la lectura que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, o sea, que leía a todas horas. Y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio, es decir, se volvió un poco loco. Me cuesta decir loco de remate porque aprecio mucho a Alonso Quijano, pero tengo que admitir que estaba bastante loco. Porque Alonso Quijano pensaba, querido lector, que todas las fantasías que leía eran verdaderas y no imaginaciones de los escritores.
En fin, pensó algo muy extraño: ¡Me haré caballero andante! ¡Iré por el mundo a la aventura, ayudando a la gente en apuros!
Y dicho y hecho. Buscó todo lo que necesitaba para ser caballero. Lo primero, limpió la armadura y las armas de su bisabuelo, que estaban olvidadas y sucias en un rincón de la casa. Luego fue a ver a su caballo, que estaba tan flaco como él, y lo llamó Rocinante. ¿Y cómo me llamaré yo?, se preguntó. Y le pareció bien llamarse don Quijote de la Mancha, porque él era manchego.
¡Necesito una dama de la que estar enamorado!, se dijo. Y pensó en una vecina, Aldonza Lorenzo, que era una labradora bastante guapa del cercano pueblo del Toboso. La llamaré Dulcinea del Toboso, decidió. Alonso Quijano estaba muy satisfecho de todo lo que se le ocurría, porque imaginación tenía para tomar y dejar.
Como parece que don Quijote ya tenía las cosas en orden para ser caballero andante, nos cuenta Cervantes en el segundo capítulo que una calurosa mañana del mes de julio, sin avisar a nadie y sin que nadie le viera, por una puerta falsa de su corral salió al campo montado en Rocinante. Al poco rato, él solito se pegó un susto tremendo al darse cuenta de que nadie le había armado caballero. Sin embargo, siguió su camino decidido a que lo armara caballero el primer caballero con el que se encontrase.
Le armaron caballero en una venta a la que llegó por la tarde y que a él le pareció un castillo. En la venta se burlaron de él y tuvo más de un encontronazo, pero, apreciado lector, de momento aquí lo dejamos.



CAPÍTULO SEGUNDO
Que trata de quién ha escrito la increíble historia de don Quijote de la Mancha
y de la pelea con el vizcaíno

¿Quién escribió realmente El Quijote? No creas, estimado lector, que la cosa está muy clara. Y el primero que siembra la duda es el propio Cervantes.
En el capítulo ocho de la Primera Parte, don Quijote se encuentra con unos frailes y una señora que va en un carro a Sevilla, donde la espera su marido para viajar a las Indias, que es como llamaban a América del Sur en aquella época. Don Quijote cree que es una princesa a la que han raptado los que vienen con ella y decide liberarla.
Derriba de su mula a un fraile que camina cerca del carro, y después se acerca a la señora, que es vizcaína o vasca, y le dice:
—Ya os he liberado de vuestros captores, bella señora. Sólo os pido que vayáis al Toboso, busquéis a la sin par Dulcinea y le contéis lo que acabo de hacer.
Con las señoras venía un vizcaíno,  un bravucón de tomo y lomo, que, al oír a don Quijote, se enfrenta con él: le insulta y saca la espada para pelear. Don Quijote no se queda atrás y acepta el reto. En mitad de la pelea, estando las espadas en alto, se interrumpe el relato, porque Cervantes dice que en ese punto se acaban los papeles que está leyendo y que no sabe cómo termina el episodio. Y nos deja a todos con un palmo de narices.
Pero entonces Cervantes, que nunca dice que es Cervantes, busca y rebusca, y encuentra. Un buen día, estando en el Alcaná de Toledo, que era la calle de las tiendas, halló un tesoro:
«…llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero. Y yo, como soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí un morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él, se comenzó a reír».
¡Ay, amigo lector, es que en aquellos papeles estaba el resto de la historia de don Quijote!
Cervantes compra al muchacho los cartapacios por poco dinero y le ruega al morisco[1] que «volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentose con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad». Cervantes se lleva al morisco a su casa, para acelerar el trabajo, y en poco más de mes y medio el morisco traduce todo.
Todavía no te he dicho el título y el autor de esos papeles. Ahora lo hago: Historia de don Quijote de la Mancha, escrito por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.
Efectivamente, según Cervantes, el verdadero autor de la historia de don Quijote es un autor manchego y árabe: Cide Hamete Benengeli, que escribe con letras árabes —eso significa un texto aljamiado—, por eso, hay que traducirle al castellano. Pero, como has visto, Cervantes no hace la traducción, sino un morisco aljamiado, es decir, un toledano bilingüe, que conocía perfectamente el castellano y el árabe.
Cuando el morisco aljamiado va traduciendo a Cide Hamete Benengeli, le cambia un poco la historia si considera que exagera en alguna cosa. Y a su vez, Cervantes corrige a los dos: a Cide Hamete y al morisco. De modo que podríamos decir que Cervantes hace una adaptación de la adaptación que hace el morisco del texto de Cide Hamete Benengeli. Así que yo no me siento mal cuando meto mi propia cuchara en el plato y vuelvo a adaptar la adaptación de Cervantes, pues siento que, como sigo su ejemplo, me da libertad para hacerlo.
Aclarado este lío de autores y adaptadores, Cervantes continúa el episodio en el capítulo nueve.
El vizcaíno, que está sobre una mula, le suelta un espadazo a don Quijote y le corta media oreja. Don Quijote se cae de Rocinante, pero le entra mucha rabia y se sube de nuevo, coge su espada con las dos manos y le atiza un espadazo al vizcaíno en la cabeza. Y le hace daño de verdad, porque el vizcaíno no tenía escudo, sino sólo una almohada para defenderse. El vizcaíno se cae de la mula sangrando y don Quijote lentamente se acerca a él para rematarle. Pero la señora vizcaína y sus acompañantes le suplican que le perdone. Entonces dice don Quijote:
—Le perdono, señora, pero con la condición de que este escudero vizcaíno vaya al Toboso y se ponga al servicio de la sin par Dulcinea.
La señora, que estaba muy asustada, a todo dijo que sí para evitar una desgracia mayor. Y don Quijote perdonó al vizcaíno, que se quedó malparado en el suelo, pero vivo y coleando.





CAPÍTULO TERCERO
Que trata de la alta aventura y rica ganancia
del yelmo de Mambrino

En esto, comienza a llover un poco. Don Quijote y Sancho caminan a merced del capricho de las nubes. De allí a poco, don Quijote descubre a un hombre montado en un burro que trae en la cabeza algo que relumbra como el oro.
—Me parece, Sancho, que es muy cierto el refrán que dice: Donde una puerta se cierra, otra se abre.
—¿Por qué lo dice, señor?
—Porque hacia nosotros viene, montado en un asno pardo, un hombre que trae en la cabeza el mismísimo yelmo de Mambrino.
El yelmo o casco del legendario rey Mambrino era muy apreciado entre los caballeros andantes, porque era de oro puro y hacía invulnerable a su portador.
—Señor don Quijote —dice Sancho—, lo que yo veo, y no quiero que os enfadéis, es un hombre sobre un burro con una cosa brillante en la cabeza, nada más.
—Pues te aseguro, Sancho, que ese es el yelmo de Mambrino —dice don Quijote—. Apártate, que voy a apoderarme de él en justa y singular batalla.
—Como deseéis —dice Sancho, que estaba escarmentado de la pasada aventura de los batanes y no quería contradecir a don Quijote.
Lo que realmente ve don Quijote es a un barbero que va a un pueblo cercano a curar a un enfermo y a afeitar las barbas a un vecino. Los barberos de aquella época también sacaban muelas, curaban pequeñas dolencias y hacían de cirujanos ocasionalmente. Lo que el barbero lleva en la cabeza es una bacía de azófar o latón, que era un plato metálico que se colocaba bajo la barbilla en las afeitadas y que hacía las veces de babero para no manchar la camisa. El barbero la trae encima de su sombrero nuevo, simplemente para protegerlo de la lluvia.
Don Quijote se dirige al barbero a galope tendido sobre Rocinante, con la lanza dispuesta para traspasarle, y le dice:
—¡Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe!
El barbero, que lo ve y lo oye, para esquivar el lanzazo, se tira del burro y, según toca el suelo, se levanta y sale corriendo como un gamo por aquel llano, y deja la bacía en el suelo. Don Quijote se conforma con eso y no lo persigue, y le dice a Sancho que la recoja.
—Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de a ocho como un maravedí —dice Sancho, dando a entender que la bacía es estupenda y muy cara.
Se la da a don Quijote, que se cubre con ella. Pero, como la cavidad de la bacía es muy grande, le baila en la cabeza.
—Sin duda —dice don Quijote— que el que forjó este yelmo tenía una grandísima cabeza.
Sancho se ríe de que su amo confunda la bacía con un yelmo, pero se acuerda del enfado de don Quijote y se calla al momento.
—¿De qué te ríes, Sancho?
—Ríome —responde Sancho— de pensar en la enorme cabeza del dueño de este yelmo, que más bien parece una bacía de barbero.
Ignoro, estimado lector, por qué nos hace tanta gracia la gente con cabeza grande. Tener una cabeza grande es motivo frecuente de burlas y de chistes, como aquel que dice: «Mamá, mamá, en el colegio me llaman cabezón». «¿Y tú qué haces, hijo?». «Les persigo, pero no los alcanzo». «¿Por qué?». «Porque se meten por calles estrechas». Y aquí dejo la glosa.
—¿Sabes qué imagino, Sancho? —dice don Quijote viendo la hendidura en forma de media luna donde se encaja la barbilla—. Que este yelmo de oro purísimo cayó en manos de alguien que ignoraba su valor y le ha quitado casi la mitad para fundir el oro y ganarse un dinero. Y con el resto hizo lo que ves, que realmente parece la bacía de un barbero. Pero ya buscaré yo a un herrero que lo arregle. Mientras tanto lo llevaré como pudiere, que más vale algo que no nada, y al menos de alguna pedrada me defenderá.
—Eso será, señor don Quijote, si no tiran la piedra con honda, como cuando hace unos días de una pedrada le rompieron a vuestra merced las muelas y de paso la alcuza donde llevaba el repugnante brebaje de Fierabrás, el que me hizo vomitar hasta los hígados.
—¡Qué rencoroso eres, Sancho! Sábete que es de personas generosas no hacer caso de niñerías y de ofensas de poca monta.
Y don Quijote, acordándose en ese momento de Dulcinea, da un suspiro que llega a las nubes.
Entonces Sancho, viendo el burro del barbero, que allí estaba más solo que la una y que era mejor que el suyo, dice a don Quijote:
—Digo, mi señor don Quijote, que ese burro es mejor que el mío. No creo que el barbero se atreva a regresar. No digo quedármelo, pero sí quisiera trocarlo por el mío.
—¡Ay, Sancho, que nunca acostumbro yo a despojar a los que venzo! No me pidas eso, que no es uso de caballeros quitar a los vencidos los caballos y dejarles a pie.
—¡Qué estrechas son las leyes de la caballería! —se lamenta Sancho—. Al menos podría permitirme vuestra merced trocar los aparejos de los asnos.
—En verdad que no sé si es apropiada o inapropiada esta segunda demanda, Sancho —dice don Quijote—. Así que, ante la duda, digo que cambies los aparejos si es que tienes de ellos extrema necesidad.
—Tan extrema es —responde Sancho—, más que si fueran para mi propia persona.
Don Quijote le da licencia y Sancho hace mutacio caparum: desnuda a ambos burros y les cambia los aparejos, y deja a su burro más lindo que el rocío mañanero.
Luego almorzaron y bebieron agua del arroyo. Y, libres de enfados y rencores, subieron a sus cabalgaduras y comenzaron a caminar sin rumbo fijo, cosa muy propia de los caballeros andantes. El que marcaba la ruta era Rocinante, que iba por donde le daba la gana y se llevaba tras de sí al asno de Sancho, que siempre lo seguía por donde quiera que lo guiara en buen amor y compañía.





CAPÍTULO CUARTO
de esta singular adaptación, que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto

Estimado lector: si acudes al Quijote de Cervantes, comprobarás que esta batalla se anuncia en el capítulo 36 de la primera parte, pero sucede de cabo a rabo en el capítulo 35. ¿A quién se debe este error? ¿A Cide Hamete Benengeli? ¿Al morisco aljamiado? ¿A Cervantes? ¿A los impresores del libro? Una vez más, no tengo respuesta. Lo que sí tengo claro es que ni tú ni yo somos responsables. Quien fuera el causante del fallo a lo mejor lo hizo para despistar o para mosquear, o realmente se equivocó. No lo sabemos.
El caso es que hay un montón de gente en la venta donde fue nombrado caballero don Quijote. Pero retrocedamos un poco en el tiempo.
Después de conseguir el yelmo de Mambrino, cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, que don Quijote libera a unos condenados a galeras, que caminan encadenados en fila, bajo la atenta vigilancia de los guardias. Una vez que los libera, los galeotes apedrean a don Quijote y a Sancho y les roban prácticamente todo. Los delincuentes y nuestros amigos, que se han puesto fuera de la ley, temen a la Santa Hermandad, que en aquella época era la policía de los pueblos. Don Quijote, siguiendo el consejo de Sancho, se interna en Sierra Morena a esperar que se calmen las aguas.
Don Quijote encuentra nuevas aventuras con nuevos personajes en esa sierra, y decide quedarse a hacer penitencia mientras envía a Sancho con una carta para Dulcinea. Sus vecinos y amigos, el cura y el barbero, preocupados por su desaparición del pueblo, salen a buscarlo y llegan a la susodicha venta.
Sancho, que monta a Rocinante, también llega a la susodicha venta, donde, por cierto, en el capítulo 17 le habían manteado con gran disgusto para él. El cura y el barbero se ponen al día de las andanzas de don Quijote y se inventan una treta para sacarle de Sierra Morena y que regrese al pueblo.
De camino, se encuentran con la bella Dorotea, en cuya confusa historia no nos vamos a detener ahora, pues tenemos prisa. A pesar de sus pesares, Dorotea accede a colaborar con ellos y a hacerse pasar por la princesa Micomicona, la protagonista del ardid del cura y el barbero.
La princesa Micomicona convence a don Quijote para que la ayude y, de este modo, consiguen sacarle de la sierra y llevarle con ellos de vuelta al pueblo. Tienen que parar en la venta de marras, y es ahora cuando tiene lugar la brava y descomunal batalla de don Quijote con unos cueros de vino tinto.
Vienen con don Quijote, Sancho Panza, el cura, maese Nicolás y Dorotea, Cardenio y Luscinda. Los venteros, cuando ven a tanta gente, se ponen muy contentos y los reciben con una gran sonrisa. Don Quijote, que llega hecho polvo, pide una cama y se acuesta al momento. Después el cura le dice al ventero que dé de comer a toda la compañía. Y deciden no despertar a don Quijote, porque «más provecho le haría por entonces dormir que el comer».
Imaginamos que comen estupendamente, con mucha hambre. Terminada la cena —siempre he tenido la impresión de que cenan—, el ventero saca una pequeña maleta vieja, cerrada con una cadenilla, donde guarda tres libros de caballería y unos papeles de muy buena letra, escritos a mano. En el tiempo de la siega la venta se llenaba de segadores. Siempre alguno sabía leer —en aquella época la mayoría de la gente era analfabeta— y aprovechaban para que leyeran en voz alta aquellos libros de caballerías, cosa que hacía muy felices al ventero, a la ventera, a su hija y a la Maritornes.
Pues bien, el cura hojea los papeles escritos a mano, y ve que son el manuscrito de una novela titulada El Curioso Impertinente. Y empieza a leerla, bajo la atenta mirada de todos los presentes.
El Curioso Impertinente es una novela de amor que transcurre en Florencia. Los protagonistas son dos amigos, Anselmo y Lotario, y Camila, la esposa de Anselmo. Pero es una novela picantona para gente mayor y no me parece oportuno sacarla a la luz en esta adaptación.
Queda poco para que se acabe la novela, cuando sale Sancho Panza todo alborotado del camaranchón o desván donde reposa don Quijote, diciendo a voces:
—¡Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que está en medio de una terrible batalla! ¡Que le ha cortado la cabeza al gigante enemigo de la princesa Micomicona de una cuchillada, como si fuera un nabo!
Se escucha gritar a don Quijote desde dentro:
—¡Tente, ladrón, malandrín, follón; que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!
Considerado lector, una cimitarra es una espada curvada y ensanchada hacia la punta, y el adjetivo follón significa en boca de don Quijote cobarde y chulo. En estos momentos, don Quijote está dormido y en sueños pelea con el gigante bizco Pandafilando de la Foscavista.
Y es que en Sierra Morena la princesa Micomicona le ha contado sus desventuras a don Quijote: es huérfana del rey Tinacrio el Sabidor y de la reina Jaramilla. Al quedarse sola, el gigante Pandafilando de la Foscavista, señor de la ínsula lindera del reino de Micomicón, la amenaza con quedarse con el reino si no se casa con él. Su padre, antes de morir, le dio este consejo:
—Hija, deja que Pandafilando invada el reino, pues no lo podrás vencer, y ve a España a buscar a don Quijote, el único caballero andante capaz de ayudarte a reconquistar Micomicón.
Don Quijote promete ayudarla, faltaría más. Pero Micomicona añade:
—También mi padre me dijo que me casara con vos, si vos quisierais, y que os diese en posesión el reino de Micomicón.
Sancho Panza oye esto y se pone muy contento, pues, si don Quijote es rey de Micomicón, bien podrá hacerle duque o conde. Pero don Quijote acepta el reto con la única condición de no casarse con Micomicona, pues su corazón es de Dulcinea, lo cual no hace ninguna gracia a Sancho, que ve su gozo en un pozo y habla mal o peor de Dulcinea, por lo que se gana dos palazos de don Quijote antes de abandonar Sierra Morena.
Pero volvamos a las voces de don Quijote:
—¡Tente, ladrón, malandrín, follón; que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!
Y reparte cuchilladas por las paredes. Sancho Panza insiste con angustia:
—¡Pasen deprisa y paren la pelea o ayuden a mi amo! Aunque no creo que ya haga falta, porque he visto correr la sangre del gigante y su cabeza cortada, que es grande como un cuero de vino.
El vino se guardaba en cueros u odres, que se hacían con la piel de un animal, una cabra o una vaca generalmente, que se cosía por todas partes menos por el cuello.
El ventero dice muy mosqueado:
—¿A que don Quijote o don diablo ha acuchillado los cueros de vino que tenía en esa habitación?
Y entra en la habitación con los demás, y encuentran a don Quijote en camisa, sus flacas y peludas piernas al aire, con un bonete rojo en la cabeza, con una manta enrollada en el brazo izquierdo y con la espada en el brazo derecho asestando cuchilladas a troche y moche, como si de verdad estuviera luchando contra Pandafilando. Y lo bueno es que tiene los ojos cerrados, porque está durmiendo y soñando que está en batalla con el gigante. Y ha dado ya tantas cuchilladas en los cueros que todo el aposento está lleno de vino.
El ventero que lo ve toma tanto enojo que arremete contra don Quijote y a puño cerrado le comienza a dar tantos golpes que, si Cardenio y el cura no le apartan, el ventero lo deja hecho papilla. A pesar de los golpes, don Quijote sigue dormido. Así que el barbero trae un gran caldero de agua fría y se lo echa encima, con lo cual despierta don Quijote, que sigue medio atontado, sin darse cuenta de la situación.
Don Quijote, creyendo que el cura es la princesa Micomicona, se hinca de rodillas y le dice:
—Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa señora, vivir tranquila, que he terminado con Pandafilando. Y quedo libre de la palabra que os di, pues con la ayuda de mi querida Dulcinea, la he cumplido punto por punto.
Todos se reían con los disparates de don Quijote y Sancho, todos menos los venteros. Cardenio y el cura consiguen que don Quijote se vuelva a la cama y se duerma de nuevo. Luego el cura calma a los venteros, prometiendo que les pagarán el vino de los cueros y, a continuación, tranquilo todo el mundo, acaba de leer El Curioso Impertinente.
Y aquí lo dejamos de momento. El que quiera saber más que lea el Quijote de Cervantes o que espere al próximo capítulo de esta sorprendente adaptación.




CAPÍTULO QUINTO
del primero de los tres capítulos
con los que volveremos a don quijote
a su pueblo

No la hagas y no la temas, De aquellos polvos vienen estos lodos o Todo tiene haz y envés, refranes, respetado lector, que dan a entender que todo lo que hacemos tiene sus consecuencias. Lo que aquí contamos no suele aparecer en las adaptaciones de la historia de don Quijote, pero es episodio principal sin el cual es imposible entender esta enrevesada y emocionante historia.
 Esos refranes o parecidos debieron venírsele a la cabeza a Sancho, que estaba apañando al burro en la caballeriza, cuando oye a sus espaldas la voz del barbero al que despojaron de bacía y aparejos:
—¡Ah, ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos los aparejos que me robaste!
Sancho, que se ve agredido tan de improviso, agarra la albarda con una mano y con la otra le da tal mojicón al barbero, que le baña los dientes en sangre. Pero el barbero no se acobarda y grita:
—¡Aquí del rey y de la justicia, que este ladrón no sólo me ha robado, sino que quiere matarme!
—¡Mentiroso! —responde Sancho—, que esta albarda y los otros aparejos los ganó mi señor don Quijote en buena guerra.
Don Quijote escucha con atención, como indiferente, pero interviene cuando el barbero se queja a los presentes de que también le robaron una bacía nueva y muy cara. Don Quijote ordena a Sancho que busque el yelmo de Mambrino, al que aquel barbero mentecato confunde con una bacía.
Aparecen unos cuadrilleros de la Santa Hermandad y se lía una buena, en la que todos dan golpes a todos por la tontería de que a la albarda Sancho llama jaez —que es un adorno lujoso para caballos— y el barbareo llama albarda, como realmente es. ¿Albarda o jaez? ¿Jaez o alabarda? Don Quijote da una voz pidiendo tranquilidad, y parece que todos se sosiegan.
Entonces un cuadrillero saca un mandamiento u orden de arresto contra don Quijote. Aquí dice Cervantes: «Traía un mandamiento contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho con mucha razón había temido».
—¡Favor a la Santa Hermandad! —exclama el cuadrillero—. Hay que prender a ese salteador de caminos.
El cura toma la orden de arresto y comprueba que es verdad. Y don Quijote, que se siente insultado, agarra al cuadrillero por el cuello y, si no llega a ser porque le ayudan sus compañeros, el cuadrillero allí dejara la vida. Los cuadrilleros quieren apresarlo a toda costa. Don Quijote les pregunta:
—¿Acaso es un salteador de caminos el que da la libertad a los cautivos, socorre a los miserables y ayuda a los menesterosos? Si tenéis valor, venid a arrestarme, que aquí os espero.
Recuerdo al lector que la Santa Hermandad era la policía de los pueblos de aquel entonces.
Mientras don Quijote habla, el cura intenta persuadir a los cuadrilleros de que no lo apresen, porque don Quijote está loco y, por loco, el juez lo dejará libre. Al final los convence.
Los cuadrilleros median entre el barbero y Sancho, que hacen las paces cuando Sancho le devuelve la albarda y el cura le paga ocho reales por la bacía para que se la quede don Quijote, y tengan todos la fiesta en paz.
Atento lector, llevamos dos días con toda aquella gente en la venta, y ya es hora de que cada uno regrese a su redil. Pero ¿cómo convencer a nuestro don Quijote de que retorne a su pueblo y descanse en su casa? Hagamos una lista con los hechos, que así tardaremos menos y todo quedará más claro:
1. El cura, don Fernando y los demás conciertan el viaje con un carretero de bueyes. Construyen una jaula donde quepa holgadamente don Quijote, con palos bien clavados, que «no se pudieran romper a dos tirones».
2. Todos se cubren los rostros y se disfrazan. Entran donde está dormido don Quijote y le atan de pies y manos, «de modo que cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan extraños visajes». Don Quijote piensa que son fantasmas de aquel castillo encantado. Sólo Sancho se da cuenta de quiénes son en realidad, pero se calla.
3. Lo toman en hombros. Al salir del aposento maese Nicolás, modulando la voz, le dice una profecía, según la cual, la aventura en curso y estar enjaulado se acabarán cuando don Quijote se case con Dulcinea y tengan hijos. Y a Sancho le promete un buen salario o premio económico de parte de una tal sabia Mentironiana, cuyo nombre, como bien te habrás dado cuenta, sagaz lector, es hijo de la palabra mentira.
4. Don Quijote da las gracias a la voz misteriosa con la esperanza de que la profecía se cumpla, dando por buenos los sufrimientos por los que ha pasado y pasa. Y tranquiliza a Sancho al asegurarle que en su testamento se acordará generosamente de él. Sancho le besa las manos, que amarradas tiene don Quijote.
5. «Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro», dice Cervantes.
Y es el momento de las despedidas. La Maritornes y la ventera fingen que lloran por la desgracia de don Quijote, que, pobre de él, las consuela desde dentro de la jaula. El cura, mientras tanto, se despide de don Fernando, de Cardenio, de Luscinda, de Dorotea y de todos los demás, prometiendo que se escribirán para saber unos de otros y, principalmente, de la evolución de don Quijote.
Las despedidas, cortas. En el siguiente capítulo de esta adaptación, diremos qué pasa a continuación.
—No tan rápido. ¿Qué es un mojicón?
—Curioso lector, tienes razón, las prisas nunca son buenas. Un mojicón es un bizcocho o un bollo fino que se moja, por ejemplo, en chocolate.
—No creo que con un mojicón te hagan sangrar las narices o los dientes.
—Impaciente lector, déjame terminar. Un mojicón también es un golpe que se da en la cara con la mano. Y eso fue lo que le dio Sancho al barbero de la bacía.
—Aclarado, gracias.
Ahora sí, pasemos al siguiente capítulo.





CAPÍTULO SEXTO
del segundo de los tres capítulos
con los que volveremos a don quijote
a su pueblo. capítulo de gran olor

«Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra». No somos capaces de describir en estos momentos a don Quijote mejor que Cervantes. Nunca fue tan triste la figura del Caballero de la Triste Figura.
Siete individuos componen el cuadro: en el centro, don Quijote en la jaula; el boyero, esto es, el carretero que conduce a los bueyes del carro; Sancho detrás de la jaula en su asno y llevando de rienda a Rocinante; a ambos lados de la jaula, sendos cuadrilleros con sus escopetas; detrás de Sancho, cubiertos los rostros, el cura y maese Nicolás, montados en poderosas mulas.
En estas, les alcanza un canónigo de Toledo que viaja a caballo con sus criados. Se asombra de ver a don Quijote en una jaula. Y pregunta con curiosidad el motivo de aquella prisión andante.
—Sólo os responderé si sois versado en cuestiones de caballerías —dice don Quijote.
—Lo soy —afirma el canónigo—, he leído todas las novelas de caballerías que ha caído en mis manos, e incluso estoy escribiendo una.
Le explican el encantamiento de don Quijote, cosa que le sorprende enormemente. Pero Sancho, que se daba perfecta cuenta de todo lo que sucedía y de quienes eran los que cubierto llevaban el rostro, dice:
—No creo que esté tan encantado mi señor, porque he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo puede hablar más que treinta abogados. Además tiene su entero juicio, come, bebe y hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacía ayer, antes de que le enjaulasen.
Lo del olor del capítulo, estimado y pulido lector, viene a propósito de hacer las necesidades, las cuales se refieren a la función excretora del cuerpo humano como veremos más adelante.
El canónigo conversa con el cura, que le pone al día de la situación. Ambos curas coinciden en que leer libros de caballerías es malo para la gente, porque les llenan la cabeza de fantasías. Pero, agudo lector, me pregunto por qué están en contra de estos libros si ellos se los han leído casi todos, si son lectores ávidos y con mucho tiempo libre para leer, como Alonso Quijano, dicho sea de paso. Porque hay que echarle mucho rato para estar al día de las novelas de caballerías, y ellos se las conocen al dedillo.
Es la hora de comer y de la siesta. Hacen una parada en un hermoso valle, donde abunda la hierba fresca. En este momento, tiene lugar el siguiente diálogo entre Sancho y don Quijote, que reproduzco tal cual. Tengo para mí, divertido lector, que este pasaje es del propio Cervantes, porque no me imagino a Cide Hamete Benengeli hablando, con perdón, de pis, de pedos y de caca. Y, perdona que emplee estas palabras, pero es que son las más claras y menos groseras que he encontrado. Cervantes, como todo hijo de vecino, tuvo ganas de evacuar —hacer caca— muchas veces, una al día o cada dos días, porque dejarlo más tiempo pendiente viene a llamarse extreñimiento, de lo cual nadie estamos libres y para lo cual hay que poner remedio cuanto antes.
¿Qué consigue Cervantes con este pasaje? Varias cosas. En primer lugar, hacer más humano a don Quijote, que hasta el momento no se había visto en tales apreturas. En segundo lugar, hacer universal al Caballero de la Triste Figura, porque las ganas de hacer pis y caca son universales, las tienen todos los seres humanos, de modo que todos comprendemos este pasaje sin necesidad de conocimientos extras. Y, en tercer lugar, echarnos unas risas, porque, ¿quién no ríe con culo, caca, pedo y pis?
Dice Cervantes:
«—Acaba de conjurarme —dijo don Quijote—, y pregunta lo que quisieres, que ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad.
—Eso pido —replicó Sancho—; y lo que quiero saber es que diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes…
—Digo que no mentiré en cosa alguna —respondió don Quijote—. Acaba ya de preguntar, que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevenciones, Sancho.
—Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo, y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso después que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta jaula, le habrá venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse.
—No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda derechamente.
—¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello; pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.
—¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame deste peligro, que no anda todo limpio!».
Merecía la pena escuchar a Cervantes de su viva voz. Como has podido comprobar, sonriente lector, Sancho da muchos rodeos para preguntar a don Quijote si tiene ganas de evacuar, como si fuera algo vergonzoso de hacer y de comentar. De hecho, Sancho emplea dos expresiones que conviene aclarar: aguas menores y aguas mayores. Las aguas menores son los orines o pises, mientras que las aguas mayores son los excrementos o cacas. Como nos parece un poco vergonzosa la cuestión, empleamos palabras o expresiones, llamadas eufemismos, que nos resultan más elegantes o menos violentas para referirnos a los actos de mear y cagar, palabras ambas del mejor vocabulario castellano. Así para cagar se puede oír: hacer aguas mayores, defecar, hacer de vientre, hacer de cuerpo, deponer, evacuar, etc. Y para mear tenemos: hacer aguas o hacer aguas menores, orinar, miccionar, etc. Actualmente con decir voy al baño es suficiente para dar a entender a los demás que vamos a cagar o a mear o a las dos cosas, sin necesidad de especificar.
Pero volvamos a don Quijote, a quien hemos dejado con un gran apuro. Cuando paran, Sancho «rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión como requiría la decencia de un tal caballero como su amo». El cura le entiende perfectamente, pero teme que don Quijote se escape si se ve libre.
—Yo le fío la fuga —responde Sancho.
—Me fío de él —dice el canónigo— si don Quijote da su palabra de caballero de no fugarse.
—Sí doy —responde don Quijote.
Por el bien de todos le sueltan. Don Quijote se alegra infinito de verse fuera de la jaula. Se estira y va donde está Rocinante y le da dos palmadas en las ancas:
—Espero que pronto estemos los dos buscando nuevas aventuras, querido rocín.
Y diciendo esto, se apartó con Sancho en remota parte, de donde vino más aliviado y con mejor cara. Damos por hecho, astuto lector, que el caballero de la Triste Figura descargó cuanto le sobraba, bien por aguas menores, bien por aguas mayores, y que fue el mejor momento de aquel día, y de los pasados y venideros. Si no, como dice la gente, por tu corazón juzga el ajeno. Y aquí quiero dejar el asunto porque no se diga que disfruto con esta materia tan propia e imprescindible del cuerpo humano, que con algunos enemigos o rencorosos también yo cuento, y deseosos están de encontrarme alguna falla para sacarla a la luz a bombo y platillo.
Estimado lector, te confieso que tengo ganas de que don Quijote llegue a su pueblo y descanse, porque estos tres capítulos me están resultando fatigosos. Quedo contigo en el siguiente capítulo, donde espero rematar la tercera jornada y dar fin, si los cielos me son propicios, a esta primera parte.





CAPÍTULO SÉPTIMO
del tercero y último de los tres capítulos
con los que volveremos a don quijote
a su pueblo

Regresa feliz don Quijote con Sancho de hacer aguas mayores y menores, pero no vuelve a la jaula de inmediato, sino que conversa con el canónigo de Toledo sobre libros de caballerías largo y tendido. Hablar de libros es un gran placer para la persona que es lectora.
Sobre la verde hierba y bajo la sombra de los árboles se ponen a comer, cuando se oye el son de una esquila: una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo llega hasta el grupo y, tras ella, el cabrero llamándola a voces.
—¡Manchada, Manchada, vuelve conmigo!
—Calmaos, hermano —dijo el canónigo—, y comed y bebed con nosotros, que eso os dará paz.
El cabrero así lo hace y, con Manchada en brazos, se dispone a contarles sus penas de amor. Sancho, que no tiene ganas de oír más cuentos y es persona de buen apetito, se retira a un arroyo para comerse él solito una empanada grande como la boca de una cueva. Don Quijote le dice que coma libremente, que él se queda a escuchar al cabrero.
El cabrero cuenta los líos amorosos entre él, que se llama Eugenio, Leandra, Anselmo y un tal Vicente de la Rosa. Como ni a Eugenio ni a Anselmo ha correspondido Leandra, se han hecho pastores y en el medio del monte pasan sus días entonando poemas de amor.
Al acabar de hablar Eugenio, don Quijote le dice:
—Cuando me desencante, como caballero andante que soy, os ayudaré a recuperar a Leandra.
—¿Quién es este? —pregunta el cabrero.
—El famoso don Quijote de la Mancha —responde maese Nicolás.
—Pues me parece a mí que es un loco de remate.
Don Quijote se enfurece, coge una barra de pan y le da un golpe tremendo en las narices al cabrero. Y se enzarzan en una pelea a puñetazo limpio. El resto se ríe y les anima a zurrarse, cosa que, sensible lector, me parece fatal, porque lo que hay que hacer en estos casos es separar y tranquilizar a los peleadores.
Para mí no tiene ninguna gracia lo que nos cuenta Cervantes: «Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los oros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba para que a su amo no ayudase». ¡Qué mal ejemplo dan los curas y el resto! ¡Qué poca humanidad y cuánta crueldad!
No termina la pelea porque los separen aquellos despiadados mirones, sino porque suena el son triste de una trompeta. Como no llueve en aquella región y la sequía es pertinaz, la gente de una aldea cercana va en procesión a una ermita del valle. Don Quijote, cuando ve la imagen de la Virgen María que va de negro, piensa que se trata de una principal señora a la que llevaban por fuerza «aquellos follones y descomedidos malandrines», que es lo que le parecen los disciplinantes que, vestidos con túnicas y cubierta la cabeza con capirotes, la acompañan.
Monta a Rocinante y, sin hacer caso a las voces del cura, el barbero y Sancho, se dirige a los disciplinantes de la procesión. Se para frente a ellos:
—¡Alto! ¡Atended y escuchad lo que deciros quiero!
Un cura de la procesión le responde:
—Señor hermano, por favor, sed breve, que no estamos para hacer largas paradas.
—Os lo diré muy claro —replica don Quijote—: liberad a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante son clara muestra de que la lleváis contra su voluntad.
Al oírle, se ponen a reír con todas sus ganas. Pero esas risas encienden la cólera de don Quijote, que saca la espada y arremete contra las andas sobre las que va la Virgen. Uno de los disciplinantes se defiende con la vara que lleva para sujetar las andas en los descansos. Don Quijote se la parte en dos de una cuchillada, pero con el trozo que le queda el disciplinante de da tal palazo en el hombro que lo derriba de Rocinante. Y, no contento eso, lo remata en el suelo con una lluvia de palazos a cual más fuerte. Lo que le detiene no son las voces de Sancho, sino ver que don Quijote no movía ni un dedo, y, creyendo que lo ha matado, se alza la túnica y huye por el campo como un gamo.
Se forma un corro alrededor de don Quijote y sólo se oye la voz de Sancho, que con lágrimas en los ojos dice:
—¡Oh, flor de la caballería, que con un solo garrotazo acabaste la carrera de tus bien gastados años! ¡Oh, honor y gloria de toda la Mancha por tu gran corazón y tu valor para combatir la injusticia!
Con las voces y gemidos de Sancho revive don Quijote, y dice:
—¡Oh, dulcísima Dulcinea, qué maltrecho me veo! Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado, que no estoy para montar a Rocinante, porque tengo este hombro hecho pedazos.
—Eso haré yo de muy buena gana, señor mío —responde Sancho—, y volvamos a la aldea con estos señores, que ya haremos juntos otra salida en la que tengamos mejor suerte.
—Bien dices, Sancho —responde don Quijote—, y dejemos que pase de largo la mala suerte que ahora nos acompaña.
Ponen a don Quijote en la jaula sobre un haz de heno y continúan su camino.
Al cabo de seis días llegaron a la aldea de don Quijote. Era domingo y mediodía,  y la gente estaba toda en la plaza, por donde atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos y se maravillaron de ver a su vecino de aquella manera.
Un muchacho corrió a dar la noticia a la sobrina y al ama de don Quijote, que no sabían si llorar o reír cuando entró por la puerta. ¡Malditos libros de caballerías! fue lo más suave que se les oyó decir.
La mujer de Sancho, Juana Panza, allí se presentó, y lo primero que le preguntó es si venía bueno el asno. Mejor que su amo, respondió Sancho. Juana continuó el interrogatorio a su marido, mientras el ama y la sobrina acostaban a don Quijote, que las miraba con los ojos atravesados porque no sabía bien dónde estaba. El cura les contó cómo habían hecho para traerlo al pueblo, y les advirtió que tuvieran cuidado para que no se escapara de nuevo. ¡Malditos escritores de libros de caballerías! fue lo menos áspero que respondieron. Y nada ni nadie les pudo quitar el miedo de que don Quijote se escapara en cuanto recuperara la salud.
Inteligente lector, te preguntarás si me habré equivocado al llamar Juana y no Teresa a la mujer de Sancho Panza. Pues no. Sencillamente Cervantes, que según él mismo consulta a varios autores para escribir esta historia, emplea Juana en la Primera Parte del Quijote y Teresa en la Segunda, y yo se lo he respetado.
Quisiera, por mi parte, acabar aquí la Primera Parte de esta singular adaptación, pero no puedo: los cielos han sido tacaños conmigo. En el siguiente capítulo, fiel lector, sabrás por qué: un par de flecos son la causa de este alargamiento, pero no adelantemos acontecimientos.






CAPÍTULO OCTAVO
en el que daremos cuenta
de algunos flecos de esta primera parte

Querido lector, me reprochan algunos que me haya dejado en el tintero algunos momentos estelares de la Primera Parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Antes de que los libros salgan de la imprenta, no sólo se escriben, sino que se dan a leer a algunos conocidos que dan sus opiniones y rastrean errores con una lupa en la mano. Como dijo un famoso escritor, es más fácil corregir una página (sobre todo si es de otro, añado) que escribirla. El escritor hace este ejercicio de humildad para dejar su texto libre de errores y más pulido. Y si se han hecho bien las cosas, el lector no percibe los trucos y las rectificaciones.
Pues bien, algunos de esos lectores de pruebas se han echado las manos a la cabeza cuando no han visto el capítulo de los molinos de viento. Sinceramente, nunca me ha parecido tan sublime el pasaje, creo que hay otros más brillantes e interesantes en el Quijote, pero quedaría coja esta adaptación sin el trompazo de don Quijote al pie de los molinos. Vaya, pues, el primero de los flecos.
Dice Cervantes que en esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
—La buena suerte está de nuestra parte. Porque ves allí, amigo Sancho Panza, treinta o más desaforados gigantes, con los que pienso pelear y vencer en esta nuestra justa guerra contra el mal.
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los largos brazos, que algunos los tienen de casi dos leguas.
(Una legua, curioso lector, equivale a unos cinco kilómetros).
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que parecen brazos son las aspas, que, volteadas por el viento, hacen andar la piedra del molino.
—Bien parece —respondió don Quijote— que no tienes ni idea en esto de las aventuras. Son gigantes, y si tienes miedo, quédate ahí y reza lo que sepas, que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, espoleó a Rocinante, sin hacer caso a las voces de Sancho:
—¡Que son molinos de viento, que no son gigantes!
Pero él iba tan convencido de que eran gigantes que no oía a Sancho ni reconocía, según se acercaba, que los molinos eran molinos. Es más, decía a grandes voces:
—¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete!
No harías de más, estimado lector, si guardaras en tu memoria este grito de guerra de don Quijote, porque es una de las frases más famosas de la literatura de todos los tiempos.
En ese momento se levantó un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse.
—¡Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar! —gritó don Quijote. Briareo, aclaro, es un gigante de la mitología griega que tiene cien brazos y cincuenta cabezas.
A todo galope arremetió y embistió al primer molino que estaba delante. Dio una lanzada en el aspa, pero el viento la movió con tanta furia que hizo pedazos la lanza, llevándose tras de sí a Rocinante y a don Quijote, que rodaron por el campo muy maltrechos. ¡Qué batacazo!
Sancho corrió cuanto pudo sobre su asno para socorrerle. Cuando llegó, don Quijote no podía mover ni una pestaña, tal fue el golpe que se había dado con Rocinante.
—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije que no eran gigantes, sino molinos?
—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—. Lo que ha pasado ha sido que el sabio Frestón ha vuelto estos gigantes en molinos para quitarme la gloria de vencerlos.
Frestón fue el sabio encantador que, según don Quijote, le robó los libros de su biblioteca, cuando en el capítulo 6, el cura, maese Nicolás, la sobrina y el ama queman muchos libros de don Quijote y tapian la entrada a su biblioteca.
Y, Sancho le ayudó a levantarse. Volvió a subir a Rocinante, que tenía medio rota su espalda de caballo, y hablando de la aventura de los molinos, siguieron por el camino de Puerto Lápice, que es un pueblo muy bonito de la provincia de Ciudad Real.
No quiero, paciente lector, que los flecos sean tantos que se pueda tejer con ellos un tapiz nuevo. Así que con este segundo fleco, que pocos echan de menos, daré fin a este capítulo y a esta Primera Parte.
Tenemos a don Quijote en su casa, recuperándose de los muchísimos contratiempos que tiene en sus dos primeras salidas como caballero andante. La sobrina y el ama están temerosas de que se escape por tercera vez, como así sucede en la Segunda Parte de la inmortal novela.
Pero, ¡ay!, otra vez Cervantes se queja de que, de momento, no puede continuar el relato de las andanzas de don Quijote, al menos por «escrituras auténticas», aunque se haya dejado los ojos investigando los archivos manchegos. No obstante, gracias a la fama de nuestro caballero, la gente de la Mancha recuerda que don Quijote en su tercera salida va a Zaragoza, a unas justas o torneos caballerescos, cosa que más adelante aclararemos.
Cervantes también cuenta que conoce a un médico que tiene una caja de plomo que se había encontrado en los cimientos de una antigua ermita que se estaba reformando. Dentro de la caja hay unos pergaminos, escritos en letras góticas, con versos castellanos referidos a don Quijote y sus allegados. Los autores de tales versos son los académicos de Argamasilla, otro pueblo precioso de la Mancha. Los pergaminos están en muy mal estado, de modo que sólo se pueden leer con claridad algunos poemas. Reproduzco aquí un epitafio, que es una inscripción que se pone en el sepulcro de alguien, en este caso en el de don Quijote. Como todo lo demás, querido lector, esto es pura fantasía. ¿Qué voy a decirte a estas alturas? Allá va el epitafio:

Del Cachidiablo, académico
de la Argamasilla, en la sepultura
de don Quijote

Aquí yace el caballero
bien molido y mal andante
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.

Poco cariñoso me parece el académico Cachidiablo con nuestros amigos, a los que, te confieso, lector y confidente, que les voy tomando afecto. Me gusta más la siguiente cancioncilla popular, una jota con la que remataré el capítulo, no sin antes prometerte, amigo lector, que esta nunca vista adaptación continuará con la Segunda Parte de las aventuras de don Quijote.

A la Mancha manchega
que hay mucho vino,
mucho pan, mucho aceite,
mucho tocino.
Y, si vas a la Mancha,
no te alborotes
porque vas a la tierra
de don Quijote.

Vale

Leganés, 20 de julio de 2016





[1] morisco, ca. Dicho de una persona: Musulmana, que, terminada la Reconquista, era bautizada y se quedaba en España (DRAE).

3 comentarios:

  1. Que mas hay que hacer de la lectura,¿solo leerla?

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  2. os mando las cosas de la tablet de mi hermana lo ddigo por que tiene el correo de instituto

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  3. Lo que hay que hacer de la lectura aparece justo antes de ella, tras el dibujo inicial.
    Se deben hacer esos puntos cada vez que acabes un capítulo. ¡Ánimo!

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