Antes
de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa
sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios
que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no
tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material
de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento... Por fin, más
pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé... Imposible
exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en
nada...
El
espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor
alguno... la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto...
Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé
los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible,
tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se
acartona... Metí el dedo en la tráquea; tosí... metílo también en el esófago,
que funcionó automáticamente queriendo tragármelo... recorrí el circuito de
piel de afilado borde... Nada, no cabía dudar ya.
El
infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo,
reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no
tenía cabeza. II Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones.
Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse
en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por
mano de verdugo?
Mis nervios
no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos
algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi
cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica
desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción
alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y
profundamente dormido. En mi pena y turbación, centellas de esperanza
iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a
todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el
suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y
nada... no la vi.
Hasta
me aventuré a mirar debajo de la cama... y tampoco. Confusión igual no tuve en
mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto
nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror. No sé cuánto tiempo pasé
en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de
llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia.
Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me
viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad. Pero no había más remedio:
llamé... Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como
yo creía. Nos miramos un rato en silencio. -Ya ves, Pepe -le dije, procurando
que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no
tengo cabeza.
El
pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo
irremediable de mi tribulación. Cuando se apartó de mi, llamado por sus
quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono
quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud: -Ya podréis ver si
está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca... No se os
ocurre nada. A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso
desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía. III La
mañana avanzaba, y decidí levantarme.
Mientras
me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí. -¡Ah! -pensé- de fijo
que mi cabeza está en mi despacho... ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!...
¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada... ¿En qué? No
puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre
la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas
las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo
de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad
mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral.
Las
ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de
aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que
me inquietaron sobremanera... Y enlazando estas impresiones, vine a recordar
claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de
la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no
consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos
la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado,
y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello... me la quité, y cuidadosamente
la puse sobre la mesa.
Sentí
un gran alivio, y me acosté tan fresco. IV Este recuerdo me devolvió la
tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al
techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de
ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por
fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines..., pero
la cabeza no la vi. Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los
cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de
apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una
cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada... ¡Tampoco
allí!
Salí de mi despacho de puntillas, evitando el
ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama,
sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de
pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los
transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía
presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros,
la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi
Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el
consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de
aquella importante obra.
¡Cómo
era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan
lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad
oratoria, ni representación literaria...! ¡Imposible! Era ya hombre acabado,
perdido para siempre. V La desesperación me sugirió una idea salvadora:
consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber
a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay
otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que
sufren menos de lo que sufren. La resolución de verle me alentó: vestíme a toda
prisa.
¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al
embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta
en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como
de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para
salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien
derecho, y aun sobraba un palmo de puerta. Salí y volví a entrar para
cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse
de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación,
y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas
me detuve, sin valor bastante para verme... Al fin me vi... ¡Horripilante
figura!
Era yo
como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del
pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces
en Museos anatómicos. Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser
visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota
de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina.
El
cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí. Tuve la
suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía
graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que
debí causarle. -Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-,
ya ves lo que me pasa... -Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome
atentamente-: ya veo, ya... No es cosa de cuidado.
-¡Que no es cosa de cuidado! -Quiero decir...
Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este... -¡El viento
frío es la causa de...! -¿Por qué no? -El problema, querido Augusto, es saber
si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento
latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia
humana. Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía.
Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio
fecundo me sugirió ideas consoladoras. -No es tan grave el caso como parece -me
dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante
todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe.
¿Dónde
está? Ése es el problema. Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones
tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de
media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino
fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome
en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética
filosófico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una
indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento. ¿Quién tenía
la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi
conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales.
¿Qué
casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos
constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la Marquesa
viuda de X... traspasaban, por su frecuencia y duración, los límites a que debe
circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas
me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en
rehenes que garantizara la próxima vuelta?
Dióme
tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi
desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y
abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de
la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna
pudo inventar. VI La esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el
cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible
mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como
asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.
Dióme por examinar los escaparates de las
tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las
instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante
sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y
sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi...
Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos
azules, nariz aguileña... era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica
cabeza...
¡Ah!
cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento...
Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo
apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida
peluca. Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era,
¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido?
Dábanme
ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor
de decirme si es esa mi cabeza.» Ocurrióme que debía entrar en la tienda,
inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier precio...
Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré... Dado el primer
paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese
estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió
risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su
bonita mano, en la cual tenía un peine.
* Realiza los siguientes puntos:
1) Haz un resumen donde aparezcan solo las cosas más imporantes. Recueda que debe ser con tus propias palabras y no copiando fragmentos de texto, ¿ok?
2) Inventa cinco preguntas con sentido y coherencia sobre lo leído en cada capítulo y cuyas respuestas estén en la lectura.
3) ¿Qué opinas acerca de lo que has leído? Explícate y expláyate con tus palabras.
4) Realiza un listado de 15 verbos, 15 sustantivos y 15 adjetivos que encuentres en la lectura. ¡Ánimo!
5) Para terminar, selecciona las 10 oraciones que tú quieras y analízalas sintácticamente (sujeto y predicado) y morfológicamente (verbo, sustantivo, adjetivo)
6) ¿Qué relaciones encuentras entre lo que has leído y las cosas que has dado, compartido y escuchado en las de sociales y naturales? ¿Crees posible relacionar algunos detalles?
7) ¿Cómo crees que sería la vida en el siglo XIX, que fue cuando vivió gran parte de su vida Benito Pérez Galdós?
América tengo un pregunta todos los deberes los estoy haciendo en el cuaderno ¿hay que mandarte los deberes hechos?
ResponderEliminarPor favor me dices
ResponderEliminaryo he echo todas las tareas por cuaderno.. hay que mandara alguna tarea por email ??
ResponderEliminar